Bueno,
ya se nubló, ya llovió. Y ahora hay un sol maravilloso; roguémosle a todos los
santos del cielo que siga así el tiempo o muchísimas personas vamos a sentirnos
frustradas.
Las Perseidas, digo. Si el cielo no está despejado, no las
podríamos ver. Cerca de mi casa, para más inri, hay uno de esos edificios prefabricados,
cuyas escaleras hacia los catorce o quince pisos que posee están iluminadas
toda la noche, y justo se ven desde el jardín. Sus luces dan en el rostro
aunque estemos tirados sobre la grama.
La luz
que interesa es la que viene del cielo, del Universo. La otra luz es un desastre para quienes nos conmovemos con las
estrellas, los meteoritos, las galaxias
y todas esas maravillas que valen la pena y que seguirán allí cuando todos los
edificios de quince o más pisos se hayan ido al diablo.
Cuando
esta ciudad apenas tenía seiscientos mil habitantes –yo era una criatura—los cielos
que se veían eran una maravilla. Ahora, aún desde montañas lejanas se nota el
resplandor de un amarillento sucio de la ciudad. En fin, que me gusta el cielo, no es secreto para
nadie. Y que espero poder ver algunas Perseidas esta noche.
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